17. Detención (Entrega).
El Domingo de Ramos Jesús se dejó aclamar como Rey, lo que dio esperanza a los más violentos de que finalmente se pudiera organizar una insurrección contra los romanos para instaurar una teocracia en Israel. Sin embargo, las palabras y obras de Jesús en los días siguientes no dejaban lugar a dudas: lo suyo no era la violencia, sino el servicio, hasta dar la vida. Posiblemente, esto desanimó a Judas, que no sabía si organizar una situación extrema que desencadenase la respuesta de Jesús y los suyos o si olvidarse definitivamente de este grupo de «cobardes». Todo se desencadenó rápidamente cuando se presentó ante los Sumos Sacerdotes y les ofreció «entregarles» a Jesús. Ellos aceptaron, ofreciendo «entregarle» a cambio treinta monedas de plata. Siglos antes, el profeta Zacarías estuvo cuidando las ovejas de unos tratantes necios y egoístas por encargo del Señor. No tuvo éxito con ellos y hubo de abandonarlos. Se convertía, así, en imagen del Señor, que denuncia al pueblo y a sus gobernantes. Le pagaron treinta monedas por su trabajo y él no las quiso para sí, las echó en el tesoro del Templo (Zac 11, 12-13). Aquél era el precio de un esclavo, según Ex 21, 32. Judas también recibe treinta monedas por Jesús. Más tarde, «al ver que lo habían condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes» (Mt 27, 3). Al no aceptarlas, las arrojó en el Templo y fueron usadas para comprar un terreno a las puertas de Jerusalén, donde enterrar a los extranjeros (Mt 27, 4-10). La muerte de Jesús sirve para que los no-judíos puedan ser enterrados junto a la ciudad santa, en el campo del alfarero (el campo de Dios).
Jesús es, pues, detenido por una «turba con machetes y palos», guiada por uno de los Doce, uno de los elegidos por Él personalmente (Cf. Mc 14, 43ss.). Comienza aquí el misterio de la entrega: Jesús se deja hacer; «ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos» (Is 50, 6). Es en esta noche (Jn 13, 30), en esta hora del poder de las tinieblas, cuando los hombres creen llevar las riendas, misteriosamente se están, también, dejando hacer, están cumpliendo las Escrituras. Tanto Judas, como las autoridades judías, como más tarde Pilato «entregan» a Jesús, pero Él ya había dicho en la Última Cena: «Esto es mi Cuerpo, que se "entrega" por vosotros». Y También: «tengo poder para dar la vida y tengo poder para recuperarla» y «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (no olvidemos que, en griego dar es «didomai» y entregar es el mismo verbo con un prefijo aumentativo «paradidomai»). Así que, mientras todos creen arrebatar la vida a Jesús, en realidad es Él quien la entrega voluntariamente.
18. El Proceso Judío.
Jesús es conducido ante el Sumo Sacerdote y el Sanedrín, máximo tribunal de la nación (Mc 14, 53). La condena de Jesús se basó en uno de los textos base de la fe de Israel, Dt 18, que habla sobre los profetas. La Presencia, la Palabra de Dios está asegurada a Israel por los Profetas que hablarán en nombre del Señor (18, 15-18); por eso «el profeta que tenga el atrevimiento de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá» (18, 20). Jesús es acusado de falso profeta, de haber anunciado la destrucción del Templo falsamente (Mc 14, 58), como antaño el profeta Jeremías (ver Jer 26, 7ss.). Usarán sus palabras sobre el Templo para condenarlo, pero les molestan más sus actitudes: quebranta el orden establecido y anuncia la llegada del Reino sin tener medios político-militares, ni recursos de ningún tipo. Aceptar un Mesías con las ideas que presentaba Jesús, equivalía a cambiar los esquemas religiosos y sociales. Los jefes del pueblo le creen un perturbador, un profeta iluso que anuncia irrealizables esperanzas. Por eso, al final, se burlan de él, vendándole los ojos y pidiéndole que adivine quién le ha pegado (Mc 14, 65).
19. El Proceso Romano.
San Agustin

Alza a Dios nuestras almas, ¡oh inmortal triunfador! Y enciende en los que te aman tu amor de serafín. ¡Oh luz, la fe te implora! ¡Oh amor, salva el amor! Oye nuestras plegarias, ¡oh gran Padre Agustín!
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ORACIÓN
Oh glorioso San Agustín, tu fuiste un hombre sensual atormentado frecuentemente por los apetitos y deseos naturales. Pero supiste encontrar tu camino hacia Dios por medio del fuerte deseo de vivir una rica vida espiritual y plena de sentido. Ayúdame a ver las cosas como tu enseñaste, que Dios esta presente en todos aquellos que con buena voluntad le buscan y en todos los que le aman como El nos ama. Ayúdame a ver a través de mis deseos de Dios y ayúdame a ver el amor de Dios en todos mis deseos. Te pido San Agustín, que me ayudes a encontrar a Dios en todo lo que veo. Infunde en mi espíritu con el deseo de conocer y amar a Dios con todo mi corazón. Amén
Los judíos le habían acusado de blasfemia y de falso profeta. Esto, según sus leyes conllevaba la muerte del reo. Pero los romanos, que les permitían autonomía en las cuestiones religiosas, se reservaban los juicios de las acusaciones que conllevaban la pena capital. Si se hubieran presentado en medio de la noche, Pilato no los habría recibido y les habría aplicado a ellos un castigo ejemplar para que no le molestaran. Así que tienen que esperar a que se haga de día. Tampoco pueden presentarse con una acusación estrictamente religiosa, por lo que transforman la acusación, diciendo al procurador romano que Jesús incita a no pagar tributos y que quiere levantarse contra el César, autoproclamándose rey de Israel. El gobernador romano no se deja engañar; sospecha que hay por en medio otras razones (Mt 27, 18 las llama «envidia») y declara a Jesús inocente e inofensivo. Ni Herodes ni Pilato quieren condenarlo. Se decide castigarlo, ridiculizarlo (Lc 23,12) para sancionar su imprudencia. Sin embargo, Pilato termina condenándolo para no enfrentarse con la turba y con los dirigentes judíos. La historia nos habla de un Poncio Pilato frío, calculador, tan cruel que hasta a los mismos romanos les parecía demasiado. Ante él, Jesús sigue testificando la verdad de Dios. Este pagano parece interesarse, pero al final lo condenará «para dar satisfacción a la gente». A nadie le interesaba un conflicto en vísperas de la Pascua; por ello el juicio de Pilato es sumarísimo: muerte de cruz. Jesús está completamente solo ante la Muerte Ignominiosa: su pueblo le rechaza y condena, los poderes políticos y religiosos se alían contra Él, sus discípulos han huido, Pedro le ha negado (Mc 14, 66ss.). Él es el Rey Escarnecido y burlado (Mc 15, 16-20) que va a morir en la Cruz.
20. Crucifixión Y Muerte.
Todo parece acabar aquí, en el Gólgota, en este siniestro «lugar de la calavera». Jesús es despojado de lo último que le queda, de sus ropas, del resto de su dignidad. Sufre la suerte de los rebeldes, los asesinos, los ladrones, se encuentra entre ellos (Is 53, 9). Todo el mal y el pecado del mundo caen sobre Él desfigurándolo y destrozándolo por completo (Is 53, 5). Todos se burlan: el que se cree Profeta, Voz de Dios, el que ha confiado en el Señor hasta el final, el que no ha hecho más que el bien a todos los que ha encontrado en su camino, cuelga del patíbulo sin poder ayudarse, sin que nadie le crea, sin hallar ni una mirada de compasión.
Jesús se siente traicionado, fracasado, abandonado. No tiene fuerzas ni para invocar a su Padre. Desde la cruz grita una última plegaria: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc 15, 34). Es la única vez en todos los evangelios en que Jesús no se dirige a Dios llamándole Padre. Esto se debe a que está citando el salmo 22, que inicia precisamente con esas palabras, continúa con un lamento por la persecución injusta y acaba cantando la confianza en la misericordia de Dios, dándole gracias por su salvación: «Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (Sal 22, 23). Por eso S. Lucas, en lugar de recordar este salmo, cita otro parecido, el 31, recogiendo otra oración de Jesús moribundo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). En este momento definitivo, Jesús sigue confiando contra toda esperanza en que la promesa de Dios ha de ser más fuerte que el pecado y que la muerte.
21. La Muerte Según Las Escrituras.
Expresión ya presente en 1Cor 15, 3. Según el A.T. el Mesías debía triunfar. Aparentemente, la Cruz es ruptura con las Escrituras. Sin embargo, la expresión «según las Escrituras» indica una coincidencia con el plan salvador de Dios, cuyo testimonio es, precisamente, la Biblia. A la luz del Antiguo Testamento, los primeros cristianos comprenderán los misterios escondidos en la vida de Cristo y verán (más allá de las apariencias) una correspondencia entre el plan de Dios, manifestado a través de los profetas y lo sucedido en Jesús de Nazaret. Tres categorías bíblicas principales se usarán para explicar el fracaso de Jesús: la muerte del Profeta, la muerte del Justo y la muerte del Siervo.
22. Señales De Esperanza.
Están presentes en los relatos de la Pasión y Muerte del Señor algunos gestos, palabras, rasgos que dejan traslucir que aún incluso en la más ignominiosa de las muertes y desprecios, queda abierta una posibilidad a la esperanza. He aquí sólo unos ejemplos: Mc 14, 51-52: tras la detención, uno de los que le seguían escapa desnudo cuando intentan echarle mano. Es el mismo joven que aparece en el relato de la Resurrección (Mc 16, 5); se puede indicar de este modo que Jesús también escapa a la muerte. Mt 27, 7: el dinero pagado por Jesús sirve para que los extranjeros puedan ser sepultados a las puertas de Jerusalén. Mc 15, 39: un centurión, un pagano es el primero que confiesa a Jesús, viendo su muerte, como el Hijo de Dios. Israel se cierra a Jesús, pero se le abren los corazones de los paganos.
«El cuerpo, como tenía la sustancia común a todos los cuerpos, era un cuerpo humano y, aunque por un nuevo prodigio se hubiese formado solamente de una virgen, era sin embargo mortal y debía morir según la suerte común a sus semejantes. Pero, gracias a la venida del Verbo en él, no estaba ya sujeto a corrupción, como lo quería su propia naturaleza, sino que era extraño a la corrupción. Así estas dos cosas sucedieron prodigiosamente al mismo tiempo: la muerte de todos se cumplía en el cuerpo del Señor y a la vez la muerte y la corrupción eran destruidas, gracias al Verbo que habitaba es ese cuerpo» (S Atanasio, La encarnación del Verbo, 64).
23. El Descenso A Los Infiernos.
Nos encontramos ante una de las afirmaciones del Credo menos entendidas y peor interpretadas. No basta con mantener los enunciados antiguos; hay que entenderlos, interpretarlos, traducirlos. Los judíos consideraban que los muertos descendían a un lugar donde pervivían, rehenes de Satanás, en espera del juicio. A este lugar llamaban Sheol (en hebreo), Hades (en griego), Infernus (en latín). Cuando los primeros cristianos dicen que Jesús descendió a los infiernos, quieren decir que murió de verdad, como cualquier ser humano. Afirmar la muerte de Jesús era una defensa de la autenticidad de la Encarnación (para los herejes, ambas eran aparentes) y de la redención. Jesús se hunde en el mundo de los muertos, del desamparo, «desciende a los infiernos», tal y como reza el llamado «Credo de los Apóstoles». Vive la experiencia de la muerte en su totalidad. Litúrgicamente, la Iglesia se queda, por un día, sin su Señor; por eso no celebra los sacramentos desde la caída de la tarde del Viernes Santo hasta la madrugada del Domingo de Pascua.
«En el sitio donde lo crucificaron había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo (...), pusieron allí a Jesús» (Jn 19 41-42). Es el momento de reposar, de, en silencio, repasar y discernir todas nuestras vivencias con Él. No podemos hacer más que esperar, pero ¿qué esperar?, ¿es que hay alguna esperanza más allá de la muerte? Jesús ha vencido en la muerte, es decir, ha mantenido su coherencia de vida, su relación con Dios hasta el final, ha obedecido hasta más allá de la vida; ¿podrá vencer también de la muerte? Si el Viernes Santo es la Noche Oscura para Jesús, el Sábado es la Noche de la Iglesia. De todas formas, Jesús desciende al lugar de los muertos con poder, por lo que anuncia el Evangelio y redime en este lugar de sufrimiento a todos los que habían muerto antes que Él.
24. Orando Con María.
Los que le han seguido han huido, se han dispersado ante el fracaso evidente: su Esperanza yace en un sepulcro y la nuestra se mantiene en una Mujer, María, la Madre de los creyentes. Ella es la única referencia de la Iglesia en el momento en que su Camino está roto, su Verdad despreciada y su Vida sepultada. Después de Jesús, Ella es la que más conoce al Padre, la que más de cerca ha visto su Rostro. Por eso a Ella nos dirigimos, en Ella buscamos la compañía para esperar. Ella no ve, ella no sabe, ella no entiende, pero Ella, como antes Abrahán, cree y espera. Aquí podemos entender por qué, como Iglesia, recordamos todos los sábados del año a María: porque Ella es el referente orante, el punto de apoyo de los creyentes que ya no ven ni esperanza ni camino. Jesús la ha hecho, desde la Cruz, Madre de la Comunidad (Jn 19, 25-27), Madre de los discípulos y Ella empieza inmediatamente a darles a luz, a convertirles en creyentes, precisamente cuando todo invita a la incredulidad. Su fidelidad, su sí sostenido hasta más allá de la tumba son el primer tesoro que ha de guardar la Iglesia: «desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 27), la acogió -dice el texto- entre sus cosas, como cosa suya.
25. El Abandono.
Jesús ha recorrido la experiencia humana hasta donde ésta se rompe y ya no es que sólo no se deje explicar, sino que tampoco se deja vivir. El hombre, que sabe el plan de Dios sobre él, está roto porque tiene que morir, porque va a la muerte como a su Fin definitivo. Jesús, pues, debía morir o no hubiese podido asumir por completo esta experiencia humana. La muerte es, precisamente, su límite, porque le hace desaparecer. Sólo la cercanía de Dios -dice la Biblia- mitiga o tiene a raya a la muerte. El ejemplo típico lo representan Moisés y Elías: Moisés murió (Dt 34, 5-7), pero nadie hasta el día de hoy ha encontrado su tumba, luego vive con Dios; lo mismo Elías (2Re 2, 11ss.) que fue arrebatado al cielo al término de sus días. Pero Jesús ha muerto abandonado de Dios, sin que Él se dignara consolarlo en sus últimos momentos. Ha vivido el fracaso de su anuncio. El que pasó haciendo el bien se ha mostrado incapaz de llevarlo a término. Ahora, contra la losa de la tumba, la separación definitiva entre la vida y la muerte, parecen estrellarse todas las esperanzas.
26. La Resurrección.
Con la muerte de Cristo, parece fracasar su pretensión. Sus enemigos demuestran que no se puede ir contra el sistema establecido y quedar impune. El rebelde que hizo algunos signos que confundieron al pueblo, que se mostró libre ante la Ley y las autoridades, que proclamó dichosos a los pobres y a los pecadores... acabó abandonado de sus seguidores y de su Dios. Su vida, su predicación y sus promesas parecieron no tener sentido. Sus discípulos se esconden para no acabar como él. Sin embargo, los mismos que huyeron atemorizados, salen de pronto a la luz para gritar su fe. Sufren con heroísmo azotes, encarcelamientos, la misma muerte, por confesar a Jesús. Ellos anuncian lo que han experimentado: su encuentro con el crucificado que -paradójicamente- se les ha mostrado vivo. No es un sueño. No es un fantasma. Es el mismo Jesucristo. Igual que antes, pero más que antes. Una presencia que se impone llena de poderío. Ellos son los testigos.
Los discípulos no cuentan cómo sucedió. Ellos no estaban allí, pero en medio del silencio de la noche, contra toda esperanza, Jesús resucitó, y ahora se ha hecho presente, vivo y actuante, en sus vidas. No son ellos los que le han buscado o han provocado el encuentro. Él siempre lleva la iniciativa y se ha manifestado a las mujeres, a algunos discípulos, a los doce... juntos y por separado, haciéndoles comprender que se ha realizado lo que parecía imposible: Cristo ha vencido a la muerte y ahora vive para siempre. El Padre da la razón a Jesús y transforma su humillación en exaltación.
Los primeros discípulos formulan su fe diciendo que Jesús resucitó «según las Escrituras». Esta última frase es esencial para entender -y por tanto acoger bien- el Gran Anuncio de la Resurrección, puesto que la misma palabra «resucitar» no significa más que levantarse o despertar de un sueño. Pero en el caso de Jesús no nos encontramos ante un regreso a la situación anterior al momento de su muerte (como en el caso de Lázaro), sino ante una situación completamente nueva, que sólo las Escrituras nos pueden explicar, porque no tenemos otros puntos de referencia en la historia humana. En la resurrección de Jesús se cumplen todas las Escrituras. Aunque pueda sorprendernos, la pasión, muerte y resurrección de Jesús entraban en el proyecto de salvación de Dios, preparado desde toda la eternidad y revelado desde antiguo. Por eso, los apóstoles hicieron un uso abundante del Antiguo Testamento para explicar el misterio de Jesús, especialmente el de su muerte y resurrección. Por otro lado, si nosotros creemos esta verdad, lo hacemos «según las Escrituras», es decir, sin más prueba y apoyo que el propio anuncio de los Apóstoles. Creer, aceptar la Resurrección, es creer el Anuncio del Nuevo Testamento. Éste es el Evangelio, dice Pablo (1Cor 15, 1-2), la Salvación. Que Jesús resucitó no significa que un muerto se puso de pie, que volvió a esta vida, sino que es muchísimo más: es el principio de la Nueva Creación. Significa que el Padre da la razón a Jesús y transforma toda su humillación en exaltación.
Todo lo que ha dicho y hecho Jesús revela su verdadero sentido porque se manifiesta auténtico, verdadero en Él. Ha confiado en el Padre hasta la Muerte y éste le libra de la Muerte, haciendo mucho más que devolverle la vida perdida: le convierte en Primogénito, en Primer Nacido del Nuevo Mundo que Jesús ha anunciado, Juez de vivos y muertos, última referencia de todo lo que existe. Y podemos tener la seguridad y la confianza de que todo lo sucedido con Él y para Él está destinado a suceder en nosotros, que Él es el primero a quien siguieron y siguen muchos hermanos, quienes mueren con Él para con Él vivir para siempre en el Reino de Dios.
Los que ahora lo encuentran, comprenden los signos que realizó, comprenden sus palabras, comprenden su muerte. Todo adquiere un significado nuevo, más profundo: «Ya no pesa condenación alguna sobre los que viven en Cristo Jesús. La ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús de la ley, del pecado y de la muerte» (Rom 8, 1-2). En Jesús descubrimos que la muerte física no es el final de nuestra existencia porque hemos sido creados para amar a Dios y compartir su vida. Su amor y su vida son definitivos, eternos. En su resurrección se nos confirma su anuncio. Al mismo tiempo, descubrimos en él que el dolor, el sufrimiento, las muertes de cada día, no frustran la realización de nuestra existencia. Las cosas, los afectos, los triunfos son secundarios para el cristiano. En Cristo sabemos que el amor gratuito de Dios (que es lo que da sentido a nuestra vida) no puede fallar y no tenemos miedo, porque estamos seguros de que «ni la muerte, ni la vida... ni otra criatura alguna, nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8, 31-39).