2. La Fiesta De Pascua.
«Era la víspera de la fiesta de Pascua. Jesús sabía que le había llegado la hora de dejar este mundo para ir al Padre. Y Él, que había amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Nuestra Semana Santa coincide con las fiestas pascuales de los judíos. La Pascua era la fiesta por excelencia para Israel. Había comenzado siendo una celebración de pastores nómadas, al inicio de la Primavera, en el momento de cambiar de los pastos de invierno (en los valles, lugares más cálidos) a los de verano (en las montañas, único lugar de aquellos áridos parajes donde crece algo verde en esas fechas). El mismo nombre de la fiesta significa precisamente eso: «paso» de un lugar a otro. Las ovejas estaban recién paridas, por lo que las madres y las crías estaban débiles y podían morir durante la marcha. Para evitar el calor del sol, los desplazamientos se hacían de noche; por eso se esperaba a la luna llena de primavera (motivo por el que, todavía hoy, la Pascua se celebra cada año en días distintos, entre Marzo y Abril). Se pensaba que los desiertos eran la morada de los demonios. Antes de partir, se sacrificaba un cordero, ofreciéndoselo, con la esperanza de que no exigieran otro tributo al atravesarlo; por eso mojaban sus tiendas con la sangre del animal, para que se viera que ellos habían cumplido su parte. Durante el viaje, en los descansos junto a los oasis, se comían los panes sin fermentar, típicos de los beduinos, y las verduras que se encontraban por el camino.
Precisamente durante la fiesta anual de Pascua, el pueblo de Israel hizo experiencia de la bondad de Dios, que le libró de la esclavitud de Egipto por manos de Moisés. El libro del Éxodo nos dice claramente que Moisés pidió al Faraón que permitiera ir a los judíos al desierto para celebrar la fiesta de Pascua (Ex 5, 1). Como el Faraón se niega, comienza un pulso entre él y Moisés (las plagas), que culmina con la victoria del enviado del Señor y la salida de Egipto. El sacrificio del animal, la sangre, las verduras amargas, los panes ázimos y el mismo nombre de Pascua, adquirirán un significado nuevo: «Es el "paso" del Señor, que ha estado grande y nos ha hecho "pasar" de la servidumbre a la libertad» (Cf. Ex 12). En los siglos posteriores, los judíos piadosos subían cada año a Jerusalén por esas fechas. No era un acontecimiento cualquiera; era la celebración de los orígenes del pueblo, la ocasión de renovar la Alianza con Dios y la fe en su providencia: El Dios que nos sacó de la esclavitud e hizo de nosotros un pueblo, estará con nosotros para siempre.
Jesús también celebraba cada año la Pascua (Lc 2, 41-42). Durante las fiestas pascuales, Jesucristo encontró la muerte en Jerusalén y resucitó del sepulcro. A partir de entonces, la Pascua se convierte para los cristianos en el «paso» de la muerte a la resurrección, del pecado al perdón, del hombre viejo a la vida nueva en Cristo. San Pablo insiste en sus cartas en que los cristianos participamos sacramentalmente de la Pascua de Jesús: «¿Ignoráis acaso que todos los bautizados han sido vinculados a la muerte de Cristo? En efecto, por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo, quedando vinculados a su muerte, para que así como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva. Si hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección» (Rom 6, 3-5).
El Domingo anterior a la Pascua, Jesús entra solemnemente en la ciudad, a lomos de un borriquillo, entre las aclamaciones del pueblo y de los niños. No debemos olvidar que Jesús se dirige a la Ciudad Santa para celebrar y vivir la Pascua definitiva. El pueblo acogió al Señor como Rey de Israel, aclamándolo como el Enviado, el Mesías, el Profeta esperado. En estos días Él explicará con sus palabras y obras qué tipo de Rey, de Mesías y de Profeta es. A muchos no convencerán sus actitudes ni sus propuestas. La mayoría de los que el Domingo lo aclamaban como Rey, el Viernes pidieron su muerte. Encontramos esta contradicción a lo largo de toda la vida de Jesús. Al inicio de su actividad pública en Nazaret (Cf. Lc 4, 14-30), mientras dice cosas agradables «todos asentían y se admiraban de sus palabras» (22); cuando dice lo que no quieren oír «se llenaron de indignación, se levantaron, lo echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta un precipicio del monte con ánimo de despeñarlo» (29). Ahora la historia se repite, pero con mayor dramatismo.
Durante los últimos días de su vida, Jesús realiza importantes gestos proféticos, en la línea de los que hacían los hombres de Dios del Antiguo Testamento: gestos cargados de significado religioso, que cumplen lo que prometen (como ejemplo se puede ver 1 Re 11, 26-39). De todas formas, son sus palabras las que iluminan el significado último de sus acciones.
HACER EL BIEN

"Jesús nos llama con sus divinas inspiraciones y se nos comunica con su gracia."
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"¿Cuantas veces él nos ha invitado?"
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"¿Y con que rapidez le hemos contestado?"
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"No dejemos para mañana lo que podemos hacer hoy. Del bien de después están llenos los sepulcros..., y además, ¿quien nos dice que viviremos mañana?. Escuchemos la voz de nuestra conciencia, la voz del profeta rey: Si escucháis hoy la voz del Señor, no cerréis vuestros oídos. Levantémonos y atesoremos, porque sólo el instante que pasa está en nuestras manos. No queramos alargar el tiempo entre un instante y otro, que eso no está en nuestras manos."
“Comencemos hoy, hermanos a hacer el bien, que hasta ahora no hemos hecho nada”.
Padre Pío
3. La Resurrección De Lázaro
(Jn 11, 1-54). Pocos días antes de las fiestas pascuales, Jesús realiza un signo sorprendente, con el que manifiesta que tiene poder incluso sobre la muerte, tal como Él mismo nos explica: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25). Será el detonante final, antes de la Pasión del Señor; al mismo tiempo que prefiguración de su Resurrección gloriosa. Sus enemigos se dijeron: «si le dejamos que siga así, todos creerán en Él y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación... Es preferible que muera un solo hombre a que la nación sea destruida» (11, 48ss). Hacen coincidir sus intereses personales con los del pueblo. «Desde ese día, decidieron darle muerte» (11, 53).
El cristiano sabe que, efectivamente, su muerte salvó al pueblo. Ya por entonces estaban claras las intenciones de los dirigentes judíos: Jesús se había hecho molesto y resultaba peligroso, porque cuestionaba todo el funcionamiento de la sociedad y de las relaciones con Dios. Así que deciden eliminarlo: «Estaba muy próxima la fiesta judía de la Pascua. Ya antes de la fiesta, mucha gente de las distintas regiones del país subía a Jerusalén para asistir a los ritos de purificación. Estas gentes buscaban a Jesús y, al encontrarse en el Templo, se decían unos a otros: "¿Qué os parece? ¿Vendrá a la fiesta?". Porque los jefes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes terminantes de que, si alguno sabía dónde se encontraba Jesús, les informasen para que ellos pudieran detenerlo» (Jn 11, 55-57).
4. La Entrada Triunfal En Jerusalén.
Es la manifestación de Jesús como el Mesías-Rey prometido. En otros momentos no había aceptado este título para que nadie pensara que venía a reinstaurar el reino de David, con sus leyes y tributos. Ahora que las circunstancias hacen prever el desenlace, que no hay duda de que su mesianismo es el del siervo de Yahvé, que carga sobre sus espaldas con nuestros pecados, no le importa manifestarse como lo que es: el Enviado, el Señor; y admite las aclamaciones del pueblo: «Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David», (Mc 11, 10). Sin embargo, especifica qué tipo de reinado es el suyo: no entra en la ciudad sobre un carro de combate, aclamado por soldados con sus armas, sino en un borrico, entre los cantos de los niños y el movimiento de los ramos de olivo, cumpliendo la profecía de Zacarías, que anunció que el rey de Jerusalén lo terminaría siendo de toda la tierra, pero no por la fuerza, sino por la justicia y humildad: «Salta de alegría, Jerusalén, porque se acerca tu rey, justo y victorioso, humilde y montado en un borriquillo. Destruirá los carros de guerra... y proclamará la paz a las naciones» (Zac 9, 9-10).
Con su entrada pública en la Ciudad Santa, Jesús manifiesta una vez más, que no le quitan la vida; es Él quien la entrega. Desde hacía tiempo, había manifestado en distintas ocasiones que quería subir a Jerusalén para dar plenitud a su anuncio y a su obra de paz y reconciliación; consciente de que allí se mata a los Profetas y de que su destino no va a ser distinto del de los que le han precedido en el anuncio de la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, en su lamentación sobre Jerusalén (Mt 23, 37s) une su destino al de la ciudad: ambos serán destruidos (el Rey y la capital del reino).
5. La Maldición De La Higuera Estéril.
Jesús maldice una higuera que no tiene fruto «porque no era tiempo de higos» (Mc 11, 13). Puede parecernos un gesto caprichoso, a no ser que lo leamos en su contexto: es un gesto profético en relación con la purificación del Templo. Por eso las narraciones se mezclan. El pueblo de Israel ha sido comparado muchas veces en el A. T. con una higuera, un plantel, una vid. Dios es el labrador que la cuida esperando sus frutos, «pero no encontró más que hojas» (Mc 11, 13). Éste es el momento definitivo y ya no se puede prolongar la espera. Al realizar la maldición de la higuera estéril antes de purificar el Templo, y en relación con ello, se nos dice que el culto que en aquél se ofrece es pura hojarasca inútil, porque no produce frutos de conversión, y que ha de ser renovado.
6. La Purificación Del Templo.
Se coloca al interior de la narración de la maldición de la higuera: El árbol estéril es maldecido (Mc 11, 12-14), el Templo es purificado (Mc 11, 15-19), la higuera se seca (Mc 11, 20-21), para explicarnos que con el Templo sucede como con la higuera: se acerca su fin, porque no da fruto. El Templo era el signo de la unicidad de Dios (hay un solo Dios y un solo Templo), de la unidad del pueblo (todos los judíos debían acudir allí a presentar sus ofrendas y sacrificios), al mismo tiempo que signo de distinción frente a los extranjeros (que no podían entrar en él). Para alcanzar la comunión con Dios, en el Templo se realizaban los sacrificios (animales matados sobre el altar, en parte allí quemados y en parte comidos por los oferentes; de ahí los puestos, porque los peregrinos no podían caminar desde países lejanos con el animal de la ofrenda a cuestas) y se ofrecían los diezmos y tributos (sin embargo, no se admitían monedas extranjeras, consideradas impuras; sólo las propias del Templo, que no tenían validez legal fuera de allí; de ahí la presencia de los cambistas).
Jesucristo «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían» (Mc 11,15). Tirando por el suelo las ofrendas, está acabando con un sistema, con una manera de relacionarse con Dios. La justificación que Jesús da a su actuar es el de que la casa de Dios ha de ser «casa de oración para todos los pueblos» (Mc 11,17); citando a Isaías 56, 7 y a Jeremías 7, 11, que anuncian que en los tiempos mesiánicos Dios aceptará también el culto de los extranjeros y de las personas con defectos físicos (que entonces no podían entrar en el Templo, por ser considerados impuros). En la narración de San Juan (2, 13-22), se citan el Sal 69, 9-10 y Zac 14, 20-21. Zacarías anuncia que, cuando se instaure el Reino de Dios, no habrá distinción sagrado-profano, ya que todo estará consagrado al Señor, hasta las ollas y los cascabeles de los caballos. Ha llegado el tiempo en que el culto no será sólo celebrar unos ritos determinados, en un lugar concreto y en unos días señalados, sino una vida ofrecida en consonancia con un culto «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23), en el que todos pueden participar.
Lo que ahora se prefigura con este gesto profético, se realizará plenamente con la destrucción del verdadero Templo, que es el cuerpo de Jesús, en la Cruz y su reconstrucción en la Resurrección. San Pablo insiste en que el Templo del Señor hoy no es un edificio de piedra, sino los mismos creyentes (1 Cor 3, 16-17; 6,19). En esta línea lo entendieron las autoridades judías, que se dieron cuenta de que Jesús no estaba simplemente atacando unos abusos, sino destruyendo todo su sistema cultual y religioso.
7. Predicación En El Templo.
Jesús habla cada día en el Templo, con gran libertad, suscitando el entusiasmo de algunos y el odio de aquellos que habían decidirlo acabar con Él desde hacía tiempo. La parábola de los labradores homicidas (Mc 12, 1-12) nos habla de la conciencia que tenía de su misión y de su final. Sus oyentes sabían perfectamente que la imagen de la viña había sido usada muchas veces en el A. T. para hablar del Pueblo de Israel: Dios es el labrador, los Profetas son los siervos que Él envía, Jesús es el Hijo, el heredero; rechazado y asesinado como el resto de los enviados. «Sus adversarios estaban deseando echarle mano, porque se dieron cuenta de que Jesús había dicho la parábola por ellos» (Mc 12,12).
8. Controversias Con Las Autoridades.
Los sumos sacerdotes, los maestros de la Ley, los fariseos y los herodianos; en definitiva, los que detentaban los poderes económico, religioso y político (los arrendatarios de la viña, que no aceptan al Hijo del dueño como rey), gentes distintas entre sí (y antagónicas en muchos aspectos) se unen para quitar de en medio a quien se atrevió a cuestionar la validez del sistema vigente ( y, por lo tanto, sus privilegios). Buscan la manera de condenarlo y le ponen a prueba una y otra vez, con cuestiones espinosas: «¿De dónde procede tu autoridad?» (Mc 11, 27-33); «¿Hay que pagar tributos al César?» (Mc 12, 13-17); «¿Cómo será la resurrección?» (Mc 12,18-27); etc. Las preguntas estaban envenenadas y cualquier respuesta podría ser utilizada contra Jesús. En la cuestión de los impuestos romanos, por ejemplo, si Jesús hubiera respondido que no había que pagarlos, lo habrían denunciado al procurador, que lo habría condenado a muerte. Si hubiera respondido que sí, los mismos judíos se habrían encargado de apedrearlo. Pero sus respuestas demuestran una sabiduría superior. Al quedar confundidos con sus respuestas (el hombre no se define por sus relaciones socio-políticas o sexuales-familiares, sino por su relación con Dios), no pudiendo usarlas en su contra, sus enemigos buscan otros medios: «Buscaron el modo de prender a Jesús con engaño para darle muerte» (Mc 14,1). Al decidir entregarlo al gobernador, reconocen la autoridad del pagano incluso en sus problemas religiosos.